Paul Holmes, el editor del Holmes Report, sobre RR.PP., y dueño de los premios SABRE, publicó una columna exigiéndole a la PRSA, la Public Relations Society of America, que tome una postura clara contra los ataques a los medios de comunicación por parte del presidente Donald Trump.
Sería comparable como haberle exigido al Consejo Profesional de Relaciones Públicas de la Argentina que saliera en defensa de Clarín y tantos otros medios independientes atacados no sólo verbalmente por el régimen kirchnerista.
Un fuerte editorial del barbudo inglés radicado en Estados Unidos previo a la cumbre anual de la PRSA, en octubre, reclama “oponerse a la guerra de Trump contra los medios y su guerra más amplia contra la verdad es lo mínimo que se puede esperar de cualquier organización que pretenda representar a los profesionales de las comunicaciones, y preocuparse por la honestidad y la integridad. Eso podría significar que la PRSA se arriesgue a ofender a algunos de sus más celosos miembros de derecha. Así es el liderazgo”, concluyó Holmes.
El reclamo de Holmes a la PRSA no es un hecho aislado. En Estados Unidos, las empresas están haciendo gala de un activismo por la democracia, la tolerancia racial y el respeto a la libertad de expresión que no se conocían hasta ahora.
Contrasta con la actitud no solo de las empresas que aparecen en los cuadernos del “Cuadernogate” sobornando o participando del saqueo al país con la obra pública o cualquier servicio prestado al estado corrupto que erigió el régimen kirchnerista.
El caso más perverso es el de las cadenas de supermercados y tiendas de electrodomésticos (algunas de ellas de capitales estadounidenses y europeos), que a pedido del entonces secretario de Comercio, Guillermo Moreno, suspendieron toda su pauta publicitaria en diarios como Clarín, La Nación o Perfil.
Pero el contraste de las empresas activistas anti Trump con las corporaciones argentinas que ahora se declaran “arrepentidas”, cuando se habían vuelto cómplices del esquema de saqueo a los argentinos, es apabullante.
Vale la pena que las empresas en Argentina aprovechen el cuadernogate para reflexionar sobre su complicidad con el régimen kirchnerista y se comparen con la responsabilidad democrática que están asumiendo las empresas en Estados Unidos, porque en un país como Argentina, lamentablemente, siempre hay un gobierno populista y autoritario a la vuelta de la esquina.
Un ejemplo siempre citable es la comparación de las actitudes entre las automotrices Ford y General Motors: cuando Donald Trump anunció que iba a empezar a cobrar aranceles por los autos fabricados en México de las automotrices norteamericanas en el marco del acuerdo de libre comercio de Norteamérica, Ford que acababa de poner la piedra basal de una nueva planta en México, anunció festivamente que había decidido no construirla para hacer feliz Donald Trump. En cambio, Mary Barra, la CEO de General Motors, a pesar de ser miembro del board de empresarios de Donald Trump, le contestó al presidente estadounidense que de ninguna manera su empresa iba a abandonar sus planes de largo aliento en el país latinoamericano.
Una reciente nota del diario El País, de España, hace una enumeración de las actitudes contrarias y desafiantes a Donald Trump de las grandes corporaciones de los Estados Unidos que vale la pena tener en cuenta para que las empresas argentinas no repitan la triste complicidad de la que ahora deben rendir cuenta ante una opinión pública que literalmente las desprecia.
Algunos contrastes: American Airlines se negó a que el Gobierno utilizara sus aviones para trasladar a los niños separados de sus padres, McKinsey & Company anunció que dejará de trabajar con la agencia de inmigración, Walmart aumentó la edad para poder comprar armas y Hertz eliminó el descuento a los miembros de la Asociación Nacional del Rifle.
Daniel Korschun, profesor asociado de marketing de la Universidad de Drexel e investigador de activismo corporativo, afirma que el desafío para las compañías está en hacer un balance entre los valores que profesa y su comportamiento. “En una de mis investigaciones aparecía que los consumidores son capaces de abandonar una compañía si no tomaba partido, especialmente si esta defiende ciertos valores públicamente. Consideran hipócrita que no lo haga”, sostiene.
Korschun atribuye a las redes sociales y a los millennials la creciente presión sobre las empresas para que se pronuncien, ya que no solo les interesa el producto, sino qué hace la compañía para proveerlos. Brayden King, profesor asociado de la Escuela de Administración de Kellogg en la Universidad Northwestern, considera que el papel que juegan los jóvenes en la toma de las decisiones políticas de las empresas recae en el interés de estas por atraerlos como empleadores: “Ellos no quieren vender cosas en las que no creen, por eso muchas compañías toman partido y compiten para que las elijan como su lugar de trabajo”.
Tras la masacre de Parkland, Florida, donde un alumno mató a 17 personas, Walmart, Dick’s Sporting Goods y Kroger elevaron de 18 a 21 años la edad mínima para poder comprar un arma. Empresas como Hertz, MetLife o Best Western cortaron su relación de descuentos con la Asociación Nacional del Rifle (NRA, por sus siglas en inglés). La aerolínea Delta canceló un descuento de viaje para sus miembros, lo que provocó que los legisladores republicanos en Georgia le derogaran una exención del impuesto al combustible de 50 millones de dólares. “Cuando las compañías toman partido lo deben hacer de manera multidireccional. No pueden pensar solamente en sus clientes, también tienen que considerar a sus inversores y empleadores. Todos son importantes”, sostiene King. “Los ejecutivos tienen que escucharlos más”, agrega Korschun.
Según las investigaciones del profesor de Drexel, los clientes prefieren que las compañías tomen partido aunque no se alineen con sus posturas. Valoran la transparencia por encima de la zona gris. “Todavía hay una percepción de que involucrarse es negativo. Esto, porque está sobrevalorado el riesgo y porque está subestimado el no tomarlo”, explica. A King no le consta esta premisa, y defiende que el 90% de los clientes no sabe qué bando defiende la compañía a la que le está comprando el producto y que muchos profesan una cosa y hacen otra. Aunque aclara que depende a qué se dedica la empresa y pone de ejemplo Patagonia, la marca de ropa deportiva sostenible. “Es normal que en ese caso los consumidores esperen que la empresa respete el medioambiente”.
El veto de las fronteras de Estados Unidos para los inmigrantes de siete países de mayoría musulmana sacó chispas en muchas empresas tecnológicas. Google, Facebook, Twitter o Uber expresaron su descontento argumentando que la medida afecta a muchos de sus empleados y también podría repercutir negativamente en sus negocios. “El peligro del activismo corporativo es cuando las empresas buscan manipular a los clientes. Lo mismo a los empleados. El jefe no puede obligar a sus trabajadores a ir a campañas o donar dinero a sus causas personales”, apunta Korschun. King aclara que no hay cómo saber si nos están manipulando, pero que los clientes más serios pueden hacer la tarea de revisar el historial de las empresas, ver a quiénes han hecho donaciones y qué certificados posee.
El activismo corporativo no nació con Trump. En los 60 el supermercado Woolworth en Carolina del Norte intentó que los afroamericanos no entraran en sus tiendas a pesar del punto de inflexión que se había logrado en derechos civiles. Disney también protagonizó un caso muy sonado en 1996 cuando apoyó los derechos de los homosexuales celebrando el Día Gay. Lo que sí es un hecho es que cada vez hay más presión sobre las empresas y, por ende, cada vez son más las que se suman. “Este giro es inevitable, las compañías que no lo están haciendo están tardando porque ahora así es como funciona el negocio”, concluye Korschun.
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